Trabajo
del perverso
El
autor examina el acoso moral en el trabajo, “esa exposición repetida y
persistente a un tenaz envilecimiento por parte de quien detenta posiciones
laborales superiores”: tras la imagen del acosador, discierne la figura del perverso
y la acción del “elenco” que permite su accionar.
Por
Carlos Enrique Barbato*
El
llamado “acoso moral en el trabajo”, mobbing, “psicoterror” o “violencia
laboral” consiste en una exposición y sometimiento repetido y persistente a un
paulatino y tenaz envilecimiento de las condiciones de trabajo por parte de
quien detenta apoyo o posiciones laborales superiores. Con intención de
causarle –en forma a veces sutil o poco notoria– daño, sufrimiento o lograr su
deserción del ámbito del trabajo. Lo que a menudo provoca perjuicios en la
subjetividad del acosado y también de forma mediata, a la organización en la
que se comete. Actos que son más difíciles de advertir cuanto más alto es el
nivel cultural y social de los involucrados. Tal como es afirmado desde
diversos dominios, lo anterior parece ser consecuencia de cómo se han
establecido globalmente las relaciones laborales en las últimas décadas: basadas
en competitividad, eficientismo y lábil apego a la ética. Pero hemos reparado
en el hecho de que, a pesar de la vastísima bibliografía que circula en
relación con el tema, escasos aportes provienen del campo del psicoanálisis.
Intentaremos sumar con este ensayo nuestra opinión al respecto.
El
proceso tiene un cierto ritmo, una cadencia, una forma bajo la cual
habitualmente se presenta. En primer lugar, es escogida una víctima, la cual es
aislada, segregada, hostilizada, humillada, culpabilizada y desacreditada
frente a sus pares. En segundo término, hay que advertir que el acosador no
puede lograr su propósito si no es con ayuda de un elenco. El acosador
necesita, para segregar al sujeto así elegido, inacción o colaboración de parte
del grupo, de quienes, por acción u omisión, participan en este acto de
marginación. Generalmente la vergüenza o el temor a pasar él a ocupar ese
lugar, en caso de no participar, vale como incentivo suficiente para permitir
al acosador continuar con su tarea. Se establece de esta manera un pacto, la
mayoría de las veces no explicitado, no formulado: un pacto de hecho cuya
primera cláusula es el silencio tolerante o cómplice. En tercer término,
entonces, un ingrediente fundamental que acompaña todo el proceso: el silencio.
La palabra es lo que permite desarticular el juego, como generalmente ocurre
cuando la víctima se decide a hacer pública su situación.
Ese
proceso de acoso revela una gran eficacia para constituirse en factor
desencadenante de diversos síntomas: el padecer del sujeto acosado ha sido
descripto habitualmente como pérdida de interés en el trabajo y en las cosas
que del mundo le interesaban, con episodios de depresión, vergüenza,
retraimiento del entorno, dolor moral, irritabilidad, insomnio, sentimientos de
ira, fantasías de venganza, rencor e incluso reacciones agresivas. Asimismo,
estrés y síntomas y síndromes físicos, que pueden redundar en infartos y
enfermedades graves. Como también alteraciones del confort en las relaciones
sociales en general, lo cual indica que el sufrimiento nace en el ámbito de
trabajo pero lo desborda, en tanto se instala sintomáticamente en cada sujeto.
Acoso
y perversión
Partimos
de la suposición de que, sin perjuicio de tener en cuenta el caso por caso –lo
cual es insoslayable– no cualquier sujeto actúa con persistente voluntad de
infringir daño o acosar en el ámbito del trabajo. Supondremos que se trata de
actos provenientes a menudo de sujetos con una estructura psíquica perversa,
los cuales se manifiestan con una “voluntad de goce” –como la designa Jacques
Lacan– que es ejercida sobre un sujeto con una modalidad de posicionamiento
claramente diversa en cuanto a su adhesión a la ley.
Respecto
de la modalidad de estructuración perversa: recordemos que se trata de un
sujeto que logra, con gran pericia, conmover al otro y movilizarlo hacia la
angustia. Se desempeña con celeridad y eficacia, sin arrepentimientos y sin la
torpeza y las dudas que surgen en el neurótico. Mientras éste duda, aquél lo
lleva hacia un punto que se encuentra más allá de sus deseos reconocidos. Ya
que como es sabido, “la neurosis es el negativo de la perversión” tal como
Freud lo planteó ya en 1896 (carta 52 a Fliess).
En
el neurótico, el fantasma es esencialmente perverso; es de esta manera como se
imagina asiduamente a sí mismo, pero en secreto, en su mundo privado,
solitario. Un secreto modo de goce con el que no hace lazo. Para el perverso,
en cambio, el fantasma es antes que nada público, compartido con otro, hace
lazo con él; se relaciona para singularizarse, y lo logra si incluye un
partenaire en su escenificación, en la seducción, en la corrupción o en el
quiebre del otro en su convicción moral o ética, cuando le es concedido o no.
El
acosador, por su parte, se plantea el problema de cómo angustiar, herir al
otro, para lo cual se afana en estrategias y tácticas que sigue religiosamente.
El otro elegido para acosar suele ser considerado por el agresor como un
obstáculo a sus propósitos y/o como envidiable. Es decir, considera a la
víctima en algún aspecto como excepcional. Pero esa “excepcionalidad” es la
carnada que el neurótico muerde con deleite. La falta de reacción o la reacción
demorada, procrastinada, de este último, tiene que ver con esa posición en que
ha sido colocado inicialmente por el agresor pero también por otros, en los
albores de su vida. Posición que espera poder conservar o recuperar.
La
angustia incontrolable en que suele redundar el acoso para el neurótico es una
tácita aceptación e identificación con el objeto dilecto que es para el Otro,
lo cual se le presenta en este contexto sin mediación simbólica, en medio del
fracaso en que ha caído cualquier intervención simbólica.
Ahora
bien, si al acosado, neurótico, le corresponde actuar conforme y a sabiendas de
su responsabilidad de sujeto deseante, al acosador, del mismo modo que al
perverso, no siempre le queda claro a qué amo presta servicio cuando hostiga en
el ámbito del trabajo. Como sostuvo Lacan, “el perverso no sabe al servicio de
qué goce ejerce su actividad. En ningún caso es al servicio suyo” (Seminario
“La angustia”, 1963). Su sensación puede ser la de que “está liberado”, pero es
un engaño. Está preso de su cometido: realizar el goce del Otro, tarea que se
le impone como premisa ineludible y por la que milita sin desmayo. Lacan lo
designa, por esta causa, como el último gran creyente. Cree en el goce del
Otro, en el goce de un Dios que exige el sacrificio; pero con esta creencia
fanática, esta voluntad de goce, logra escabullirse del reconocimiento de la
castración de ese Otro. Su Otro es así sin tacha, sin barra.
Es
muy probable que esto mismo sea lo que ignora el acosador, quien quizá
presumirá, disociándose, de que presta en su función una inestimable tarea; así
puede haberlo supuesto también cualquier torturador durante la dictadura. Por
otro lado, el perverso transforma su sufrimiento en goce y su falta en
plenitud. Triunfa sobre las desdichadas condiciones de su nacimiento, sobre su
derrota inicial; es, en definitiva, un sobreviviente, como todos, pero él,
además, lo sabe.
Accede
a una erotización de esa derrota inicial. La función paterna funcionó con el
déficit que le propinó quien cumplió con la función materna. Condenado a una
errancia ante la Ley, se aferra a la gracia de un goce, se inventa una Ley del
Goce. Se inventa un deseo de vivir donde sólo hubo para él deseo de muerte,
pura pulsión de muerte. Metamorfosea las amenazas de muerte en promesa de goce
y el horror a la castración –que amilana al neurótico– en más goce por venir.
Esta es su desmentida ante la castración. El que pierde, gana, podría ser su
lema. No hay interrupción, hay continuidad, movimiento infinito.
Para
el neurótico, se trata de la aceptación de la Ley –fidelidad– a cambio de
protección. En cambio, en el perverso la protección ha fallado, lo que provoca
que se afirme en su falta de fidelidad y en la renegación. El otro le es
necesario para sentirse un sujeto, pero un sujeto que es militante de la
continuidad entre deseo y goce. Lo suyo es avergonzar, asquear, desmoralizar y
asegurarle al otro que asco, vergüenza y moral no son construcciones firmes. Ya
que para él un deseo que no termina en goce –es decir, ignorando el límite que
le permitió constituirse como deseo– no es verdadero, es una mentira. De esta
manera, el neurótico es subestimado y considerado como mentiroso, porque no se
atreve a gozar verdaderamente, hasta el final.
El
valor máximo está asentado en el goce, porque le permitió sobrevivir. Por el
goce admite cualquier sacrificio y rechaza cualquier debilidad o
desfallecimiento. No se trata de una Ley humana, es una ley natural que dice:
es obligatorio gozar; se trata de una exigencia de goce.
“Disculpe,
pero...”
El
acosador así como el perverso tienen habitualmente una altísima consideración
de sí mismos; suponen que el mundo y su propio entorno deberían estarle
agradecidos. Esta arrogancia y esta autocomplacencia les permiten disociarse y
ponerse a sostener un semblante de bien fingida comprensión del dolor ajeno. No
es raro que, en momentos en que sienten máxima autocomplacencia, den lecciones
de moralidad y de actos correctos, lo cual no es más que otro recurso utilizado
para provocar la división subjetiva de su víctima.
Como
resultado de lo anterior, suelen lograr eficacia con respecto al manejo de lo
formal de las normas de la institución en la que se desempeñan. Esto nos
recuerda la exterioridad que la ley tiene para el perverso. Sólo en el momento
del juicio, o como consecuencia de ser increpados por el entorno, comienzan a
considerar que quizás se hayan excedido, que han cometido un error de
estrategia. El pedido de disculpas que pronuncian muchas veces sólo busca
morigerar el entorno para continuar, infinitamente si es posible, su cometido.
El
deseo de reconocimiento, admiración y protagonismo los lleva muchas veces a
realizar grandes concesiones al entorno: a veces es difícil imaginarlos en su
accionar agresivo.
El
acoso moral constituye en todos los casos un abuso de poder, algo que afecta la
ética concebida en el seno de una institución; resulta perjudicial para los
sujetos que la integran y para la misma institución, por su carácter
disgregante. Es la instalación de la inseguridad, la amenaza y el miedo, que se
extienden eventualmente más allá de los límites de la institución. Por eso, la
institución que toma recaudos con respecto a este fenómeno salvaguarda a sus
integrantes, se protege a sí misma y, en forma mediata, favorece al entorno
social. Es algo a lo que hay que ponerle palabras, denunciar: poner palabras al
acto es la única manera de establecer una ética que permita la convivencia.
Bibliografía
específica
Barbato,
C., Escritos fuera de sus archivos, Ed. Universidad Nacional de Rosario (UNR),
2003.
Barreto,
M., “Uma Jornada de Humilhaçoes”. En:
www.assediomoral.org,
2003
Braunstein,
N., Goce, Argentina. Siglo Veintiuno Editores, 1990.
Fernández
A., “El acoso moral en el trabajo”. En:
www.conaduargentina.org.ar.
Hirigoyen,
MF., El acoso moral en el trabajo, Ed. Paidós, 2006.
*
Psicólogo; Facultad de Psicología, Universidad Nacional de Rosario. Extractado
de un artículo publicado en la Revista Argentina de Psicología, editada por la
Asociación de Psicólogos de Buenos Aires (APBA).
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-136334-2009-12-03.html